Narrar
el holocausto
La verosimilitud en la literatura es una exigencia reciente, no tendrá más de 200 años. Podemos decir que a Shakespeare o a Cervantes no les interesaba algo como la verosimilitud. Con un bigote falso las mujeres pasan a ser hombres, los seminaristas pasan por caballeros y con una carta espuria, entregada al otro lado del escenario, se puede fraguar una traición que derrumbe un reino. Sabemos también que Dante no visitó el infierno ni escuchó la poderosa voz de Petrarca atravesar las esferas de las que se componía el cosmos del renacimiento.
Es
hasta cierta parte del siglo XIX, en Francia, Inglaterra y después Rusia, que la
verosimilitud se transformó en un canón, y fue una exigencia tan exitosa que
los artistas aun no se recuperan de ella, y hasta a las obras más fantásticas
se les pide un poco de esa cuota para que funcione en los nuevos preceptos.
El
principal problema con la verosimilitud es que la realidad no es verosímil. La
anécdota se vuelve, una vez plasmada, algo banal o algo increíble, los
mutilados por decenas que anuncia el periódico de la mañana en el México
cotidiano escapan despacio de la red del arte para convertirse en cifra, en
algo inaprensible para el entendimiento sino como abstracción numérica. De ahí
la imposibilidad de narrar el holocausto en una dimensión justa. Primo Levi
dedicó su vida a recrear el horror cómo buscando de ese modo la justicia, y
cada novela lo separaba más de su objetivo hasta que una mañana terminó
arrojándose por la ventana. Trakl fue enmudeciendo, convencido de que en los
silencios de su poesía, en los versos en apariencia dispersos e inconexos, sólo
en ese espacio podía habitar la magnitud de la barbarie.
Ante
lo inverosímil de lo real quedan sólo un par de salidas, trucos que de antemano
obligan al artista a alejarse del objetivo primario, pero que no carecen de
nobleza si quien narra está consciente de ello. El primero y más importante es
el otorgarle una dimensión humana y personal. La tragedia de millones debe ser,
en realidad, la tragedia de uno sólo, de otra forma sólo vemos un lienzo
borroso y negro que sabemos debe ser terrible, pero que no genera mayor emoción
ni horror en quien lo mira (la aritmética de la compasión, diría Zbignew
Herbert). Y en ese espacio de la tragedia personal humana es en dónde tal vez
se logre mayor justicia. El otro truco, por contradictorio que parezca, es el
alejamiento. Una distancia pertinente a la tragedia vuelve la narración más verosímil.
El uso de animales por parte de Spiegelman, ratones, gatos y perros, además de
un guiño a los comienzos de la animación norteamericana, es también un
mecanismo de disociación con lo narrado, una manera del autor de presentar al
lector y a si mismo, los sucesos con la mayor objetividad posible
La
gran obra como fracaso
El
segundo tomo de Maus es bastante inferior a su predecesor. Condicionado por una
beca Guggenheim, Art Spiegelman avanza a marchas forzadas en la narración para
terminar un libro que ha sido marcado por el éxito inesperado. Las analepsis y
prolepsis son cada vez más escasas y uno tiende a creer que es precisamente
culpa del fruto de la obligación, de la necesidad de justicia. El autor se va
convirtiendo en una suerte de reportero o cronista que siente la imperiosidad
de narrar todo aquello que se le ha contado, de manera que la relación entre el
autor y su padre queda en lo oscuro cada vez más, buscando contar aquello que le ha sido confiado: como sobreviví al holocausto.
Vladek
Spiegelman atraviesa los campos de concentración, imbuido de un instinto de
supervivencia maravilloso, logrando incluso en algún momento atender las necesidades
de su esposa al otro lado de la alambrada, en el campo de mujeres. Imre Kertész
en Sin Destino narra como los más capacitados para sobrevivir eran aquellos que
no eran precisamente intelectuales, zapateros y comerciantes, hombres con
habilidad manual y una religión, atravesaban por la vida o la muerte con mayor
dignidad que matemáticos y filósofos, quienes se dejaban olvidar en una charcha
hasta la extinción o el asesinato, incapaces de comprender la barbarie, lo
absurdo de la solución final (algo que, en la distancia, aun nosotros no
podemos comprender).
Si en el primer tomo de Maus se respiraba el conflicto del autor sobre el derecho a juzgar a los sobrevivientes, el conflicto en este tomo es su capacidad de contar lo inenarrable. ¿Otra obra más sobre el holocausto? Spiegelman no habla de justicia, no da razones, sigue adelante en su narrativa aunque todas las dudas le atormentan. ¿Es necesario? ¿Es siquiera posible transmitir el horror? ¿Es la historieta un medio adecuado para hacerlo? Las partes metanarrativas no son tan importantes como lo que dejan entrever. Spiegelman cuestiona desde la manera de contar que posee la historieta (en algún momento dice a su esposa: en la vida real no me hubieras dejado tener un dialogo tan largo) como las maneras que él mismo ha inventado para narrar. Cuestiona la validez de su metáfora con los ratones y gatos, y en terapia, con su terapeuta, otro sobreviviente, llegan a la posible conclusión de que si bien los muertos no pueden contar su historia, tal vez ya no haga falta contar más historias. Sin embargo el autor sigue adelante, como Levi y como Trakl, impulsados por una necesidad incomprensible.
Maus
se convierte así en una apología del fracaso y de la duda, y también de una
voluntad inconsciente que nos lleva hacia adelante. Creer que el testimonio que
dejamos en el mundo va a cambiar al mundo, va a evitar nuevos holocaustos, es
un acto de soberbia que desprecia la increíble estupidez y rencor del ser
humano. Sin embargo, el testimonio es importante, y queda la pequeña esperanza
de que en medio del fuego de la guerra, alguien, algún día, se detenga a
contemplar el horror y sepa que la vida es posible después de él. Entonces
todos los incontables testimonios, todos los fracasos, habrán valido la pena.
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